La sociedad contemporánea entregó el siglo XX a la ciencia y el XXI, a la tecnología. En un mundo intrascendente, que no cree o cree poco, que es peor que no creer, en la vida eterna, todo
el partido se juega en esta y tanto la ciencia como la tecnología nos proporcionan “avances” y nos regalan una vida terrena más cómoda.
Pero, haciendo un símil con la mitología, empezamos a ver cómo Crono se come a los hijos recién nacidos de Rea, su mujer, por temor a ser destronado por uno de ellos. Empezamos a ver denuncias contra las grandes empresas tecnológicas por arruinar la salud mental de los jóvenes que se pasan horas y horas delante de una pantalla. Aumentan los problemas emocionales, desórdenes de conducta, dificultad para establecer relaciones no virtuales, depresión, autolesiones y hasta suicidios. Seguro que no debemos echar toda la culpa al enganche virtual, pero alguna culpa debe tener cuando saltan las alarmas en gabinetes sicológicos, colegios y familias.
Las pantallas empiezan a monopolizarlo todo. Si queremos ir de vacaciones, vamos a internet; si queremos leer un periódico, acudimos a contenidos digitales; si queremos hacer la compra, tiramos de ordenador; si queremos comunicarnos tenemos muchas ofertas en Facebook, Twitter, Instagram, Tik Tok… En internet encontramos trabajo y ocio, a través de este sistema quedamos con los amigos y algunos buscan pareja, nos cuentan el tiempo que va a hacere incluso rezamos. ¡Todo! Visto lo que se nos viene encima sería bueno avanzar, al menos, en dos direcciones: racionarnos el tiempo de navegación y exigir límites éticos a las empresas tecnológicas.